El verdadero horror es que nada ni nadie existe: todo está
hecho de niebla.
Miguel Marcotrigiano
Poco a poco, la niebla nos fue invadiendo.
Nadie se asustó.
Incluso, muchos hasta la apoyaron, porque la
sentían como un cambio refrescante y beneficioso para una ciudad calurosa, para
un país del trópico.
Todo parecía normal.
Al principio uno la veía a lo lejos, como una
nube que, en forma de isla, cubría el pico más alto de la montaña a cuyo pie
está nuestra ciudad.
La vimos acostarse y deslizarse por sus laderas
como una enorme culebra que, muy visible, las iba envolviendo con sensual
lentitud.
Pero crecía cada vez más.
Y se convertía en múltiples manos, cuyos dedos,
con mucha delicadeza cubrían, hasta desaparecerlas de la vista, a las casas y edificios.
Penetraba por las calles y avenidas. Tanto, que
dejamos de ver las aceras cercanas.
Comenzamos a asustarnos cuando la vimos
penetrar, como una tenue hoja de papel cebolla, por las puertas de entrada de cada
casa y apartamento.
Y nos decíamos: Si fuera la oscuridad, que
siempre asusta porque está en todas partes y no se va de ahí, pero, ¿la
niebla?: la niebla, viene, pasa y se va.
Pero ésta, no.
Daba la seguridad de querer quedarse para
siempre.
Fue
envolviendo las sillas, las mesas, las bibliotecas, los armarios, las
camas.
Fue cubriendo los platos, las tazas, los vasos,
los cubiertos, todos los enseres.
No hubo ni un objeto, ningún ser que no quedara oculto por la niebla.
Incluso, nosotros mismos.
Poco a poco todos nos acostumbramos a
alimentarnos con alimentos de niebla. A curarnos con medicinas de niebla. Y,
hasta sentir que nuestra seguridad estaba en la niebla.
Pasaron uno, tres, seis, nueve, doce, quince y
unos tres años más.
De pronto, Juanito, el bebé de nuestra vecina
de piso, que comenzaba a gatear, sopló la niebla que le envolvía e hizo un halo
despejado a su alrededor.
Por jugar con él, sus padres soplaron. Y
crearon un espacio de luz.
Al empezar a verse las caras, no dejaron de hacerlo.
La niebla se replegaba, se alejaba.
Parecía temerosa del aire que cada uno tenía
dentro de sí.
Cuando les vimos hacer lo que hacían, nosotros
también soplamos. Y soplaron los vecinos del piso, los del edificio, los de la
zona… Toda la ciudad sopló.
Para cuando la niebla sólo era una nube en
forma de isla, que cubría el pico más alto de la montaña a cuyo pie está
nuestra ciudad, todos a una la hicimos remontar.
De
ella, nos queda el recuerdo. Y la seguridad que, a cualquier niebla, por más
pequeña que comience, no la tenemos que dejar avanzar.
Texto: cuento de Armando Quintero Laplume/ Ilustración: foto de Freddy La Cruz (Luna llena apareciendo en el Ávila)
¡Hermoso! Ya lo voy a compartir por las redes sociales de salir Con Chamos.
ResponderEliminarMuchas gracias.
ResponderEliminarQue forma sencilla de decirle a un niño que cualquier sensación distinta a su tranquilidad lo puede controlar... Es bello. Gracias
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