martes, 16 de mayo de 2017

Tres nuevos textos de ABUELARIO





Las risas de Dios
—¡Ay, Padrecito! ¿Quién le ha dicho a usted que el Señor Dios es alguien tan serio que no se ríe nunca? preguntó de pronto mi abuela al párroco que hablaba con otras señoras, a la salida de la iglesia.
—¡Por las barbas de Nuestro Señor! ¿Qué cosas dice, Señora Dominga? —exclamó el mencionado. Y los colores se le subieron al rostro, mientras se iba apresurado hacia la sacristía, persignándose y refunfuñando algo que parecía en latín y no se le entendía.
Los ojos de mi abuelita brillaban como los de un gato en la oscuridad.
En sus labios se dibujaba una sonrisa parecida a la de La Gioconda.
Y, pasito a pasito, salió de la iglesia como si nada hubiera pasado.

Desvelos de verano
Dicen que en las noches calurosas de verano la abuela se desvelaba y recorría los pasillos del hotel.
O se sentaba en el hermoso patio español con su fuente y azulejos traídos en barco desde España.
En otras ocasiones visitaba la caballeriza, para ver si era necesario arreglar alguna rienda o montura. O, simplemente, para saludar al viejo Beralfiro.
Más de una vez, cuentan los que de estas historias saben, que se le oía comentar:
            —Es tanto el calor que, casi seguro, la luna va a bajar a refrescarse en la fuente, en el aljibe o en cualquier balde con agua.
            Y uno imaginaba a la Dama de la Noche bañándose en uno de ellos, asomando su piquito para respirar.

La muchachita del aljibe
En otras ocasiones, era ella la que se asomaba al aljibe del patio español, y luego contaba que había hablado con la muchachita que veía reflejada y que esta le preguntó:
—¿Qué esperas de la vida?
—Nada. Sólo quiero vivir y resistir. Por eso sueño, siempre sueño.

Textos e ilustración: Armando Quintero Laplume

lunes, 8 de mayo de 2017

Otro cuento de la abuela




La cara de El Negrito, mi primo navegante, era un poema. Su sonrisa, más abierta que de costumbre.
Había recordado con detalles otra de esas tardes de cuentos y conversaciones con la abuela Dominga.
—Mis recuerdos aparecen y desaparecen como las olas, pero siempre están aquí —me dijo, mientras con el índice tocaba el lado izquierdo de su pecho: En el mar de mi corazón. Hace unos días, un colibrí apareció en el balcón de la casa, revoloteó sobre mi cabeza y, de pronto, fue cuando recordé estas palabras de la abuela:
Nadie me lo ha dicho, ni lo he leído en ningún libro, pero sé que esto ha sido así. Tan sencillo, tan humilde, como un trébol que crece en un trocito de tierra. Las ideas estuvieron primero en los juegos, los sueños y el corazón de los niños antes que en los inventos de los hombres. Un niño que, observó a un puerco espín huir y deslizarse por la pequeña ladera de una colina, inventó la rueda. Desde ahí, fue más fácil pasar a las carruchas, los carros, los carruajes y luego los autos. Otro niño, que detuvo su mirada en una ballena flotando en el mar, luego, en un tronco seco deslizándose por un río y los peces nadando llevó a los hombres a la idea de los barcos y los submarinos. El vuelo de los pájaros y de las flechas lanzadas sembró en otro muchacho la idea de los aviones. La evolución de los medios de transporte, como ven, pasó por el asombro, los sueños, las preguntas, las ideas y, luego, la creación. No es lo único que quería decir. Quería ponerlos en aviso sobre unos detalles que son de cuidado y me salen del corazón. La educación es vital, pero no es la vida. La vida, la mayoría de las veces, nos da respuestas que no son las que nos muestran las escuelas. Ya han de saber que no todos los adultos aceptan a los niños y, algunos, ni los escuchan. Hay que entender que ellos han sido educados para hacer sólo cosas de adultos. Para muchos, las palabras de los niños, sus preguntas y observaciones no merecen ser atendidas. Son cosas de niños. Algunos adultos se han olvidado, otros quizás lo quieren olvidar, que una vez fueron niños. Y los niños, siempre se asombran, se dejan sorprender, se asustan como todo ser que ve la vida por primera vez, que está descubriendo el mundo. Aunque no creo en la verdad del académico que aseveró que la lógica de los hombres del paleolítico es como la lógica de los niños, me imagino estas escenas. Unos hombres primitivos en una caverna. Una palmera frente a la cueva. Una tormenta en la noche. Y un rayo que incendió la palmera. Uno de los hombres huyó bajo la lluvia. Otro se ocultó en lo hondo de la cueva. Otro, admiró la belleza sin acercarse. Otro, sí se acercó e intentó tocar aquel fuego.  Al fin, otro esperó el día para pintar en su caverna al rayo que incendió la palmera.
El hermano mellizo de El Negrito, regordete, con cabellos rojizos y pecas, dijo:
—La Nena se parece a la palmera incendiada.
Todos se asombraron de la ocurrencia. Porque la hermana mayor era delgada, alta y con una abundante cabellera rojiza. La abuela, luego de un silencio no muy largo, preguntó:
            —¿Qué pasó con los hombres de la cueva cuando resonó el rayo e incendió la palmera?
Las respuestas no se hicieron esperar, todas resaltaron las diferencias de aquellos hombres.
—Como bien lo dicen ustedes, cada uno es como es: el que huye, el que se oculta, el que contempla, el que se arriesga y el artista. Les pregunto ahora: ¿Qué imaginan que pasó al amanecer, luego que pasó la tormenta?
Recuerdo qué fue lo que le respondí a la abuela— me contó El Negrito:
—Todos volvieron a reunirse, necesitaban estar juntos para salir de cacería y poder desayunar. Además, con el osado que se acercó al fuego, podían cocinar sus alimentos. Eran una comunidad unida.

—¡Tú, siempre tan ocurrente! —me dijo la abuela. Tendrías unos cuatro años y medio cuando descubriste el reflejo de la luna nueva y me llamaste para decirme: ¡Pobrecita la luna, se vino a bañar en el balde y se durmió!

Texto e ilustración: Armando Quintero Laplume. El texto pertenece a mi libro ABUELARIO

jueves, 4 de mayo de 2017

Puerta cerrada, puertas abiertas






Aquí estoy, detrás de esta puerta. La de mi habitación.
Y recuerdo.
Recuerdo cómo nuestros padres vinieron de un país de puertas cerradas. Recuerdo cómo disfrutaban de la libertad que encontraron en éste.
Recuerdo cuánto viajábamos a las playas de oriente. Recuerdo cuánto subíamos a la montaña a cuyo pie está la ciudad. Recuerdo cómo íbamos al gran parque, el del este. Y al otro, donde están los museos. Recuerdo cómo caminábamos por calles y avenidas solitarias.
También recuerdo que, poco a poco, casi sin darnos cuenta, dejamos de hacerlo. E íbamos al parque de enfrente. Luego, sólo al parque del edificio. Y, por último, apenas me puedo asomar a la puerta de nuestro apartamento.
Ahora no puedo hacer nada de eso. Ni me permiten salir fuera de nuestra casa si no es acompañado. Y, últimamente, pocas veces salgo de mi habitación. Para no ver y sentir la cara seria de mis padres y el silencio que los arropa con su manto.
Afuera hay un mundo que no es como el mundo que siempre conocimos.  Afuera hay un mundo que no es mundo, porque tiene la voz y los gestos de la gente mal encarada que  muestra los dientes por cualquier cosa. Afuera hay colas por comida, por medicinas, por todo lo necesario. Afuera te roban, te secuestran y, con un poco de suerte, no te matan.  Afuera está el miedo: un mundo que es de otros.
Por eso, como una tortuga o un caracol, me he encerrado en mi propio caparazón. Y sueño bien despierto.
Sueño que abro las puertas de los libros que leo. Y me sumerjo en sus palabras e ilustraciones. Sueño que me monto en mi cama y, sobre la manta azul que la cubre, navego en un barco pirata o en una nave espacial. Sueño que entro en selvas enmarañadas o túneles muy profundos, pasando por debajo de ella.
Sueño que viajo a ciudades diversas dibujando casas y edificios que pego en cada pared. Sueño que soy otro y cambio mis franelas, pantalones y zapatos para parecerlo. Sueño que sueño en ventanas y puertas abiertas inventando canciones o sonidos diversos.
Hasta que, de pronto, dejo a un lado mis sueños porque huelo el verdor que me rodea poblado por el canto de los pájaros y el insistente chirriar de las cigarras.
Y veo cómo crece la hierba desde el piso, cómo florecen las flores y se elevan los árboles hacia un cielo bien azul que se abre, poco a poco, en el techo de la habitación.
Y, entonces sé, desde muy adentro, con total certeza, que siempre ha sido así y así seguirá siendo -al menos hasta ahora- hagan lo que hagan los hombres en la tierra. Porque sea como sea la hierba crecerá, florecerán las flores y se elevarán los árboles sobre los escombros y las ruinas, hacia el azul del cielo, eternamente abierto a todos y para todos.
Y vuelo, libre como un turpial, porque nadie logrará que me encierren dentro del espacio de mi propio corazón.

Texto e ilustración: Armando Quintero Laplume. El texto pertenece al libro Parábolas para tiempos nublados


País en niebla


El verdadero horror es que nada ni nadie existe: todo está hecho de niebla.
Miguel Marcotrigiano



Poco a poco, la niebla nos fue invadiendo.
Nadie se asustó.
Incluso, muchos hasta la apoyaron, porque la sentían como un cambio refrescante y beneficioso para una ciudad calurosa, para un país del trópico.
Todo parecía normal.
Al principio uno la veía a lo lejos, como una nube que, en forma de isla, cubría el pico más alto de la montaña a cuyo pie está nuestra ciudad.
La vimos acostarse y deslizarse por sus laderas como una enorme culebra que, muy visible, las iba envolviendo con sensual lentitud.
Pero crecía cada vez más.
Y se convertía en múltiples manos, cuyos dedos, con mucha delicadeza cubrían, hasta desaparecerlas de la vista, a las casas y edificios.
Penetraba por las calles y avenidas. Tanto, que dejamos de ver las aceras cercanas.
Comenzamos a asustarnos cuando la vimos penetrar, como una tenue hoja de papel cebolla, por las puertas de entrada de cada casa y apartamento.
Y nos decíamos: Si fuera la oscuridad, que siempre asusta porque está en todas partes y no se va de ahí, pero, ¿la niebla?: la niebla, viene, pasa y se va.
Pero ésta, no.
Daba la seguridad de querer quedarse para siempre.
Fue  envolviendo las sillas, las mesas, las bibliotecas, los armarios, las camas.
Fue cubriendo los platos, las tazas, los vasos, los cubiertos, todos los enseres.
No hubo ni un objeto, ningún  ser que no quedara oculto por la niebla.
Incluso, nosotros mismos.
Poco a poco todos nos acostumbramos a alimentarnos con alimentos de niebla. A curarnos con medicinas de niebla. Y, hasta sentir que nuestra seguridad estaba en la niebla.
Pasaron uno, tres, seis, nueve, doce, quince y unos tres años más.
De pronto, Juanito, el bebé de nuestra vecina de piso, que comenzaba a gatear, sopló la niebla que le envolvía e hizo un halo despejado a su alrededor.
Por jugar con él, sus padres soplaron. Y crearon un espacio de luz.
Al empezar a verse las caras, no dejaron de hacerlo.
La niebla se replegaba, se alejaba.
Parecía temerosa del aire que cada uno tenía dentro de sí.
Cuando les vimos hacer lo que hacían, nosotros también soplamos. Y soplaron los vecinos del piso, los del edificio, los de la zona… Toda la ciudad sopló.
Para cuando la niebla sólo era una nube en forma de isla, que cubría el pico más alto de la montaña a cuyo pie está nuestra ciudad, todos a una la hicimos remontar.

            De ella, nos queda el recuerdo. Y la seguridad que, a cualquier niebla, por más pequeña que comience, no la tenemos que dejar avanzar.

Texto: cuento de Armando Quintero Laplume/  Ilustración: foto de Freddy La Cruz (Luna llena apareciendo en el Ávila)