El Desánimo
Versión “personal y citadina” para narración oral sobre el cuento El Desgano de Julio César Castro (Juceca)
Al desánimo hay que quitárselo cuando está pequeño, porque si uno lo
deja crecer se te adueña hasta del apartamento y, después, para echarlo se te
hace imposible. Él se prende con todas sus fuerzas, como un montón de piojos en
los cabellos de una niña de prescolar.
Para peor, es pegajoso y se te va metiendo por los rincones y, cuando quieres
acordar te empaña los vidrios de las ventanas y no te deja que puedas ver hacia
afuera.
A mi vecino de piso, el Sr. Memecio Fuenmayor Pulido, se le apareció el
desánimo detrás de un árbol, cuando salió a pasear a su perro. Era una mañana de
esas bien calurosas y, si algo tiene el desánimo, es que se lleva muy bien con
el calor.
El desánimo miró directo a los ojos del Sr. Memecio, le brindó su mejor sonrisa,
dio un saltito, se trepó al lomo del perro y se dejó llevar. Eso es lo que
tiene todo desánimo, le gusta dejarse llevar.
El Sr. Memecio no le dio mucha importancia al asunto porque era un
desánimo muy pequeñito, como quien dice un pichón de desánimo.
Cuando subió a su apartamento, como siempre hacía, dejó entrar al perro,
luego entró él y, atrás, arrastrando los pies, el desánimo.
El Sr. Memecio, se sonrió ante el abuso del otro pero, ni le habló, ni
lo intentó siquiera.
Sintió que el desánimo estaba como aburrido y pensó que al no tener ninguna
respuesta de su parte el otro, a lo mejor, se iría.
Pero el desánimo, como si un pie le pidiera permiso al otro, comenzó a
recorrer todos los lugares del apartamento, como si los olfateara para quedarse
por mucho tiempo.
Cuando quiso acordar y en un descuido, el desánimo se le sentó en la
reposera del balcón donde él se ponía a leer luego de caminar.
Estuvo a punto de volarlo de un soplamocos, pero lo pensó un momento y
se le fueron las ganas.
Otro de los peligros del desánimo es que es muy amoroso. Se te acerca a
los pies, te lame los zapatos y te va trepando, silencioso, acariciante, medio
pegajoso.
El Sr. Memecio lo estuvo por bajar de un manotón desde la mitad del
recorrido, pero se quedó en el amague porque se le fueron las ganas.
Cuando quiso acordar, el desánimo lo estaba empujando hacia la cama. No
era la hora para una siesta y menos para irse a dormir como en la noche pero,
por no ponerse a discutir, se dejó arrastrar. Poquito a poco. Aunque, aún,
no tan desanimado.
Al otro día no se sentía capaz de levantarse y el desánimo le pintó todo
el apartamento de gris, se lo forró con corcho para que no escuchara a los
pájaros del amanecer, ni los sonidos del tránsito y, menos, las voces de la
gente que pasa por la acera.
Además, le empañó los vidrios de las ventanas para que ni mirara para afuera
y siguiera bien dormido, como un angelito.
Pero el desánimo también tuvo su momento de descuido.
Al Sr. Memecio se le aclaró por un instante la cabeza, se dio cuenta que
tenía que luchar contra el desánimo.
Apenitas si le quedaba una pizca de voluntad, porque el resto se la
había ido devorando el desánimo que cada día se ponía más gordo. Otra cosa que
tiene el desánimo: es de fácil engorde. ¡Es tan goloso! Diga que el Sr. Memecio
Fuenmayor Pulido, como digno representante de su familia, se prendió al
pedacito de voluntad que le quedaba, salió afuera de su apartamento a los
tumbos y bajó las escaleras, lo encandiló la luz del día. Agarró la tijera de podar,
que le pidió prestada al conserje, y se puso a podar, con toda su furia, al
árbol más grande de las áreas comunes que, de verdad, verdad, mucha falta le
hacía.
A cada corte, pegaba un grito para darse coraje. Con tanto grito el
desánimo se retorcía, se revolcaba, hasta quedar como una piltrafa, y comenzó a
alejarse envuelto en sí mismo, rodando como un cachicamo, calle abajo, haciendo
muecas de dolor y de rabia.
Después el Sr. Memecio les fue a avisar a todos los vecinos, para que se
cuidaran de un desánimo que andaba rondando por la zona, para que no se les
fuera a meter en el apartamento o en la casa. Y, de ser posible, que lo
alejaran cuando aún era pequeño. Porque, aseguraba, si uno lo deja crecer se te
adueña de todo y, después, para echarlo se te hace imposible, porque él es muy
pegajoso, pone todo su cariño y se te prende con todas las fuerzas y te deja
desganado hasta de vivir.