domingo, 31 de mayo de 2020





El Desánimo
Versión “personal y citadina” para narración oral sobre el cuento El Desgano de Julio César Castro (Juceca)




Al desánimo hay que quitárselo cuando está pequeño, porque si uno lo deja crecer se te adueña hasta del apartamento y, después, para echarlo se te hace imposible. Él se prende con todas sus fuerzas, como un montón de piojos en los cabellos de una niña de prescolar.
Para peor, es pegajoso y se te va metiendo por los rincones y, cuando quieres acordar te empaña los vidrios de las ventanas y no te deja que puedas ver hacia afuera.
A mi vecino de piso, el Sr. Memecio Fuenmayor Pulido, se le apareció el desánimo detrás de un árbol, cuando salió a pasear a su perro. Era una mañana de esas bien calurosas y, si algo tiene el desánimo, es que se lleva muy bien con el calor.
El desánimo miró directo a los ojos del Sr. Memecio, le brindó su mejor sonrisa, dio un saltito, se trepó al lomo del perro y se dejó llevar. Eso es lo que tiene todo desánimo, le gusta dejarse llevar.
El Sr. Memecio no le dio mucha importancia al asunto porque era un desánimo muy pequeñito, como quien dice un pichón de desánimo.
Cuando subió a su apartamento, como siempre hacía, dejó entrar al perro, luego entró él y, atrás, arrastrando los pies, el desánimo.
El Sr. Memecio, se sonrió ante el abuso del otro pero, ni le habló, ni lo  intentó siquiera.
Sintió que el desánimo estaba como aburrido y pensó que al no tener ninguna respuesta de su parte el otro, a lo mejor, se iría.
Pero el desánimo, como si un pie le pidiera permiso al otro, comenzó a recorrer todos los lugares del apartamento, como si los olfateara para quedarse por mucho tiempo.
Cuando quiso acordar y en un descuido, el desánimo se le sentó en la reposera del balcón donde él se ponía a leer luego de caminar.
Estuvo a punto de volarlo de un soplamocos, pero lo pensó un momento y se le fueron las ganas.
Otro de los peligros del desánimo es que es muy amoroso. Se te acerca a los pies, te lame los zapatos y te va trepando, silencioso, acariciante, medio pegajoso.
El Sr. Memecio lo estuvo por bajar de un manotón desde la mitad del recorrido, pero se quedó en el amague porque se le fueron las ganas.
Cuando quiso acordar, el desánimo lo estaba empujando hacia la cama. No era la hora para una siesta y menos para irse a dormir como en la noche pero, por no ponerse a discutir, se dejó arrastrar. Poquito a poco. Aunque, aún, no  tan desanimado.
Al otro día no se sentía capaz de levantarse y el desánimo le pintó todo el apartamento de gris, se lo forró con corcho para que no escuchara a los pájaros del amanecer, ni los sonidos del tránsito y, menos, las voces de la gente que pasa por la acera.
Además, le empañó los vidrios de las ventanas para que ni mirara para afuera y siguiera bien dormido, como un angelito.
Pero el desánimo también tuvo su momento de descuido.
Al Sr. Memecio se le aclaró por un instante la cabeza, se dio cuenta que tenía que luchar contra el desánimo.
Apenitas si le quedaba una pizca de voluntad, porque el resto se la había ido devorando el desánimo que cada día se ponía más gordo. Otra cosa que tiene el desánimo: es de fácil engorde. ¡Es tan goloso! Diga que el Sr. Memecio Fuenmayor Pulido, como digno representante de su familia, se prendió al pedacito de voluntad que le quedaba, salió afuera de su apartamento a los tumbos y bajó las escaleras, lo encandiló la luz del día. Agarró la tijera de podar, que le pidió prestada al conserje, y se puso a podar, con toda su furia, al árbol más grande de las áreas comunes que, de verdad, verdad, mucha falta le hacía.
A cada corte, pegaba un grito para darse coraje. Con tanto grito el desánimo se retorcía, se revolcaba, hasta quedar como una piltrafa, y comenzó a alejarse envuelto en sí mismo, rodando como un cachicamo, calle abajo, haciendo muecas de dolor y de rabia.
Después el Sr. Memecio les fue a avisar a todos los vecinos, para que se cuidaran de un desánimo que andaba rondando por la zona, para que no se les fuera a meter en el apartamento o en la casa. Y, de ser posible, que lo alejaran cuando aún era pequeño. Porque, aseguraba, si uno lo deja crecer se te adueña de todo y, después, para echarlo se te hace imposible, porque él es muy pegajoso, pone todo su cariño y se te prende con todas las fuerzas y te deja desganado hasta de vivir.