sábado, 6 de junio de 2015

CREO EN AQUILES NAZOA VIVO



 




Creo en Aquiles Nazoa siempre vivo, creador de gestos, acciones y palabras. Creo en ese hombre que, como Martín Tinajero, también tenía su corazón de miel. Aunque a veces picara, según se cuenta, con aguijón preciso. Como si fuera una avispa brava. E inteligente.

Creo en ese Aquiles lector. Tal como creo en el mágico vuelo en que nos embarcamos cuando lo leemos, por las múltiples referencias literarias de su Credo. Ese texto que leí,  por primera vez, hace cincuenta años, en una gran hoja de papel que llegó,  dentro de un tubo de cartón, a la casa de unos compañeros de mi pueblito de recuerdos. Había sido enviado desde esta Tierra de Gracia por un guerrillero que estuvo viviendo ahí, durante su exilio.  Sí, en la ciudad de Treinta y Tres, como a treinta y tres grados al sur y de donde salí con treinta y tres años ─casi por las mismas razones que el otro estuvo allá─ hacia estas tierras que uno y sus secuaces, a la vuelta de los años, están queriendo convertir en tierra de desgracias.

Creo en su humor tan venezolano, que se ríe de sí mismo y de su entorno. Como para que sepamos que la risa es cosa seria porque nos da, como la tristeza, razones de vida. Creo en su ternura, volcada en sus cuentos y poemas, ese río que fluye en aguas claras, transparentes, y del cual tenemos que beber, en sagrado día a día, para seguir viviendo.

Creo en su amor por las cosas sencillas ─improvisador, nunca improvisado─ que,  como las muñecas de trapos, los trompos, las perinolas, las metras y los gurrufíos, siempre abren puertas y ventanas en el corazón de los hombres.

En fin, creo en ti, Aquiles Nazoa que siempre estuviste del otro lado de las dictaduras. Como creo en la profundidad de tus palabras que llegan a todos, porque vienen de todos. Y que, además, nunca serán entendidas a cabalidad por los golosos del poder, los mentirosos y los falsarios. Y, ─¡oh, maravilla!─ no correrán el peligro de ser expropiadas por ellos.

Texto: Armando Quintero. Ilustración: para cuento de Aquiles Nazoa encontrado en Google

miércoles, 13 de mayo de 2015

Alberto y ella



Alberto se miraba en el espejo.

Detrás de él, apareció ella.

Silenciosa como siempre.

Alberto detalló el blanco casi glacial de ese rostro fino y alargado.

Como si una máscara de porcelana lo cubriera.

También observó la elegante capa oscura que caía desde sus hombros.

Dejaba imaginar, más que ver, un estilizado cuerpo, pálido y desnudo, apenas cubierto con un largo vestido, también oscuro.

—No me la había imaginado tan bonita –pensó.

Y se sonrojó ante la idea de que ella leyera sus pensamientos.

Ella lo miraba y parecía sonreírle. Coquetearle, más bien.

Hola –dijo Alberto. Sin voltearse.

Hola –respondió ella.

Estoy viejo. Ya tengo muchos años

—Nunca llegarás a los míos.

                        ¿Vienes a buscarme?

            Ella no le respondió.

            En esos segundos, pesados como años, Alberto recordó a El séptimo sello, la película de Ingmar Bergman que había visto varias veces en su juventud.

Pero también recordó que no estaban en la Edad Media, no habría una Peste Negra tan devastadora, ni brujas, ni Inquisición…

Aunque la inseguridad, tan desbordada en estos últimos años, nos mantiene a todos encerrados desde tempranas horas –pensó. Como si la Peste, las brujas y la Inquisición sólo se hubieran trasladado de siglo.

También recordó que, para colmo, él no sabía jugar ajedrez.

—Te propongo algo –dijo Alberto, mirándola de frente: Juguemos a La Vieja.

Los ojos de ella parecieron ponerse redondos como el dos de oro.

Era evidente que le gustaba el juego.

Después de varias partidas, ella no paró de ganarle.

Es que, como siempre, tú tienes la última jugada –le comentó Alberto.

Perdón, el último silencio –corrigió ella. El más largo de todos. ¿Nos vamos?

Alberto chequeó que todo estaba en orden: el dinero adelantado de dos meses en su sobre, allí sobre la mesa, junto a la carta donde le explicaba a la dueña sobre un largo viaje de negocios, impostergable, que iba a realizar. Y de su posible “no retorno al país”.

Salieron. Al cerrar la puerta, ocultó la llave bajo la alfombra de la entrada al anexo.

Subieron las escaleras. Pasaron la reja de salida a la calle.

Después de cerrarla, desde allí, con un pequeño brinco, lanzó la llave de ésta hacia la pequeña escalera de la casa de la dueña. Como siempre lo hacía cuando se iba de viaje.

Ambos se dirigieron, lentos y seguros, hacia el carro de Alberto, que estaba muy bien estacionado en la acera de enfrente.

Una luna llena los iluminó con todo su esplendor.

Parecían una pareja de enamorados.

Detrás de la celosía de su ventanal, una vecina los vio montarse en el carro azul claro y alejarse, calle arriba, por la urbanización. Sólo comentó para sí:

—Otra vez el viejo verde se va de fiesta con otra muchacha joven.
Texto: Armando Quintero. / Ilustración: escena de El último sello de Ingmar Berman.

miércoles, 6 de mayo de 2015

Hombre y niño




           Llevaba años trabajando en una oficina pública, entre papeles y papeles. Tantos que, al mirarlo de frente, uno se preguntaba: ¿Aquello era la cara de un hombre?

           Un día, un niño se le acercó y le dijo:

—¿Has visto que tienes la cara de papel?

El hombre lo miró con ojos de honda y profunda tristeza.

Lentamente, alzó una de sus manos hasta su rostro.

Con el pulgar y el índice palpó la punta de su nariz.

Todos oyeron crujir su cara cuando, desde allí, la arrugó para hacer una pequeña pelota que arrojó por los aires hasta encestarla en una papelera.

El niño se acercó a ella, tomó un lápiz de la mesa cercana, buscó y desarrugó la cara.

De inmediato le dibujó unos ojos bien abiertos, una nariz y una boca con una enorme sonrisa agradecida.

El hombre tomó su nuevo rostro, se lo colocó y dijo:

—Muchas gracias.

Como ya era la hora de salida, como todos, fueron hasta la puerta, bajaron las escaleras y salieron a la calle.

Sin hablarse en el trayecto, al llegar a la esquina, se despidieron con un “hasta mañana”. Y se dieron un apretón de mano, como cuando se sella un trato.

            Se separaron. El hombre tomó por la Gran Avenida, el niño calle abajo

Cada uno, por su lado, se fue silbando una canción bonita.

            En tanto, en el viejo cine de aquel barrio, se proyectaba por enésima vez “Tiempos Modernos” de Charles Chaplin.        

Texto: Armando Quintero, versión nueva de un cuento viejo.
Ilustración: imagen de Charles Chaplin tomada de Google.
 

domingo, 3 de mayo de 2015

Venganza


 

El grito, tan terrible y espantoso que estremeció toda la habitación, aún resonaba en sus oídos. Intentar colgar a su amo del centro de la bóveda de la cúpula del salón de las veinticuatro ventanas, no era para menos. Su voz explicándole al que propuso aquello, capaz de hacer temblar al hombre más intrépido y su desaparición después de ellas, tampoco se apartarían de su mente. Así que, cuando lo llamó, acudió lo más rápido que le fue posible. Allí estaba. No podía creérselo por más Genio del Anillo que fuera. Sus asombrados ojos se resistían a aceptarlo. En un gesto, nada habitual para alguien de su especie, se restregó los mismos con el dorso de sus espantosas manos. Quería asegurarse que no era un sueño o algo mucho peor que eso. El Genio de la Lámpara estaba transformado, desnudo, metido en unas aguas a calor moderado. En un enorme baño de mármol muy fino de diferentes colores, hermosos y variados. Seis esbeltas esclavas y un eunuco lo rodeaban. Friccionaban y lavaban su enorme cuerpo con varias clases de agua de olor. Su piel se veía más clara, tersa y delicada. Su cuerpo mucho más ligero y ágil. Cuando le preguntó para qué lo había llamado, la respuesta se hizo esperar un poco. Mucho más de lo necesario, según lo percibía. Pero aguardó, más por temor que por delicadeza. El interrogado le aseguró que el hijo del sastre Mustafá lo tenía demasiado cansado. ¿Qué?, le siguió diciendo, mucho más que cansado, ¡harto! ¡Con tantos pedidos y deseos, no lo había dejado vivir! ¡Qué maneras de meterse en problemas, además! Todos lo reconocen: desde niño había sido malo, terco y desobediente. Cuando el Mago Africano lo eligió, fue porque, según sus palabras: “Le había parecido un joven sin reflexión y muy a propósito para prestarle aquel servicio.” ¡Todos sabemos cómo terminó esa historia! Ese muchachito, porque no ha dejado de serlo, no cambiará nunca. Más que eso, se agravará con el tiempo. Hizo una pausa en su evidente malestar. ¡Oh, sorpresa! De una, le dijo la causa por la que lo había llamado. Esperaba que, con su complicidad, la de un verdadero Genio del Anillo, podría transformarse en alguien tan igual a él que, ni su esposa la princesa Badrulbudur, ni su padre el sultán, dudarían de que se trataba del propio Aladino, el hijo de la viuda, el que había osado remontar su vuelo hasta el más alto grado de fortuna.

—He de confesarte, como lo habrás notado, que me han resultado verdaderamente divertidos los placeres humanos y pienso disfrutarlos por un largo tiempo. Por seguridad, luego de la transformación, lo mantendré bien encerrado en mi lámpara, donde ya lo tengo y es custodiado por los otros genios. Ellos fueron quienes me solicitaron que me vengara o, al menos, los castigara. Fue demasiada ingratitud la del hijo del sastre devenido en príncipe y, también, la de su esposa por nuestros trabajos y obediencia a sus mandatos. Por ellos ‒dijo, señalando a las seis esbeltas esclavas y al eunuco‒, tranquilo, me aseguré de que nada podrán decir, son mudos y no conocen la escritura de nuestro idioma. Me estoy acicalando y preparando para la primer noche. Y, por supuesto, para la una y mil caricias a las que me entregaré con la Princesa Badrulbudur.

Texto: Armando Quintero, versión nueva de un cuento viejo.
Ilustración: imagen de lámpara se Aladino tomada de Google.