Aquí
estoy, detrás de esta puerta. La de mi habitación.
Y
recuerdo.
Recuerdo
cómo nuestros padres vinieron de un país de puertas cerradas. Recuerdo cómo
disfrutaban de la libertad que encontraron en éste.
Recuerdo
cuánto viajábamos a las playas de oriente. Recuerdo cuánto subíamos a la
montaña a cuyo pie está la ciudad. Recuerdo cómo íbamos al gran parque, el del
este. Y al otro, donde están los museos. Recuerdo cómo caminábamos por calles y
avenidas solitarias.
También
recuerdo que, poco a poco, casi sin darnos cuenta, dejamos de hacerlo. E íbamos
al parque de enfrente. Luego, sólo al parque del edificio. Y, por último,
apenas me puedo asomar a la puerta de nuestro apartamento.
Ahora
no puedo hacer nada de eso. Ni me permiten salir fuera de nuestra casa si no es
acompañado. Y, últimamente, pocas veces salgo de mi habitación. Para no ver y
sentir la cara seria de mis padres y el silencio que los arropa con su manto.
Afuera
hay un mundo que no es como el mundo que siempre conocimos. Afuera hay un mundo que no es mundo, porque
tiene la voz y los gestos de la gente mal encarada que muestra los dientes por cualquier cosa.
Afuera hay colas por comida, por medicinas, por todo lo necesario. Afuera te
roban, te secuestran y, con un poco de suerte, no te matan. Afuera está el miedo: un mundo que es de
otros.
Por
eso, como una tortuga o un caracol, me he encerrado en mi propio caparazón. Y
sueño bien despierto.
Sueño
que abro las puertas de los libros que leo. Y me sumerjo en sus palabras e
ilustraciones. Sueño que me monto en mi cama y, sobre la manta azul que la
cubre, navego en un barco pirata o en una nave espacial. Sueño que entro en
selvas enmarañadas o túneles muy profundos, pasando por debajo de ella.
Sueño
que viajo a ciudades diversas dibujando casas y edificios que pego en cada
pared. Sueño que soy otro y cambio mis franelas, pantalones y zapatos para
parecerlo. Sueño que sueño en ventanas y puertas abiertas inventando canciones
o sonidos diversos.
Hasta
que, de pronto, dejo a un lado mis sueños porque huelo el verdor que me rodea poblado por el canto
de los pájaros y el insistente chirriar de las cigarras.
Y veo cómo crece la hierba desde el piso, cómo
florecen las flores y se elevan los árboles hacia un cielo bien azul que se
abre, poco a poco, en el techo de la habitación.
Y, entonces sé, desde muy adentro, con total certeza,
que siempre ha sido así y así seguirá siendo -al menos hasta ahora- hagan lo
que hagan los hombres en la tierra. Porque sea como sea la hierba crecerá,
florecerán las flores y se elevarán los árboles sobre los escombros y las
ruinas, hacia el azul del cielo, eternamente abierto a todos y para todos.
Y
vuelo, libre como un turpial, porque nadie logrará que me encierren dentro del
espacio de mi propio corazón.
Texto e ilustración: Armando Quintero Laplume. El texto pertenece al libro Parábolas para tiempos nublados
Hermoso! Lo que todos, los que apuestan por la vida y la paz sentimos y hacemos, un abrazo
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