Un
granjero abrió la puerta del corral para que las gallinas salieran corriendo a
estirar sus patas, picotear hierbas frescas, comer lombrices y tragar
piedritas.
Flanqueada por dos gallinas
coloradas, la gallina joven oyó que hablaban de la luna.
—¿Y
cómo es la luna? —preguntó.
—La
abuela dijo que es como un enorme globo, algo blanquecino, que se infla poco a
poco. Luego, se desinfla para volver a inflarse, una y otra vez —respondió la
gallina que picoteaba a su lado izquierdo— Nunca la he visto. Me duermo antes
de que aparezca.
—Es
como un enorme huevo muy redondo que sube al cielo. Es algo tímida y, por eso,
asoma su rostro de a poquito por las cortinas de la noche. Un nuevo ataque de
timidez la hace esconderse. Casi siempre aparece por detrás de aquellos árboles
—le dijo la otra.
—Además,
es tan blanca como tú —aseveró una gallina bataraza que venía detrás.
Picada
por la curiosidad, la gallina joven se ocultó entre un montón de ramas secas.
Había
decidido que, cuando el granjero las llamara a dormir, no volvería al corral
con las otras gallinas hasta no conocer a la luna.
Tranquila,
cuando el granjero cerró la puerta del corral y entró a su casa a preparar su
cena, la gallina salió de donde estaba y se sentó en el descampado a esperar.
Observó
maravillada como oscurecía. Cómo su sombra se alargaba sobre el campo a medida
que el sol se iba metiendo detrás de las colinas. Cómo las nubes y el sol se
bañaban en aquel río grande del cielo teñido de diversos colores. Hasta se
atontó de tanta belleza.
Y,
a medida que iban saliendo las estrellas, pensó: “La noche es un enorme y
oscuro nido cargado de huevitos luminosos”.
Pero
la oscuridad se hizo mayor.
¡El
cielo era enorme y ella tan pequeña en medio de aquel descampado! Se vio
tal como se vería cualquier pulga al
lado del gran danés de la granja. Fue justo cuando se asomó la luna detrás de
los árboles. La gallinita se asustó de verla tan grande y luminosa.
Y
corrió de un lado para otro. Pero la luna parecía seguirla a todas partes.
Desesperada,
vio que estaba cerca del pozo de agua de la granja. Se montó en su brocal para
intentar ocultarse en el cubo.
Al
mirar, se encontró con el reflejo de la luna que se veía en las aguas del pozo.
Le pareció que era otra luna, que se estaba bañando y que quería salirse de
allí.
—¡Clo-clo!
¡Clo-clo-clóoooo! —cacareó con gran escándalo—: ¡Una luna mojada!
Como
si viera un espanto, voló lo más alto y lejos que una gallina puede hacerlo.
El
vuelo culminó, de súbito, sobre el techo de zinc del gallinero.
Los
ruidos se multiplicaron. Gallos y gallinas quedaron afónicos de cacarear. El
gran danés y los cuatro perros de la granja ladraban sin parar, acercándose y
alejándose del gallinero. El propio granjero, descalzo y en ropas menores, se
asomó por la puerta con su escopeta. Hasta hubo gritos. Y se encendieron luces
y linternas en algunas granjas vecinas.
En
tanto, nuestra joven gallina se deslizó al suelo, aún temblorosa. Y quedó allí
con sus ojos cerrados. Sabía que, aunque no la quisiera ver, la luna llena brillaba
en lo alto.
Pasó
un rato antes que todo se calmara, se apagaran las luces y volviera el
silencio.
La
gallina joven sintió un ala que la cubría, como cuando era una tierna pollita.
—Ya
te acostumbrarás a ella. La luna llena es muy grande y asusta cuando aparece
detrás de los árboles —le dijo la abuela gallina— Ahora, en el alto cielo, no
es más grande que la cabeza de cualquiera de nosotras. Pero eso no es lo más
importante de todo esto: has de saber que nadie podrá quitarte tu aventura:
¡recuérdala!
La
gallinita abrió sus ojos para ver a la luna en el nido de la noche y la saludó:
—¡Qué
haga usted un buen recorrido, amiga! Nos vamos a dormir con la abuela.